La capilla coronaba la colina, la novia sentía como las gotas del rocío de la mañana saltaban del pasto a sus pies con cada paso. Se le antojó una sensación refrescante. El novio estaba callado, miraba hacia el suelo y no pronunciaba palabra alguna. Ella tomó el brazo de él entre los suyos y se acomodó en su hombro. Una cálida sensación recorrió su cuerpo. ¿Así qué esto era lo que se sentía caminar hacia el altar? - pensó la novia – Y de aquí al resto de nuestras vidas.
Allá, al final de la pradera en la capilla aguardan mis seres queridos, ¿los he hecho esperar mucho? Estrujó el brazo del novio. El cielo cerrado pronosticaba lloviznas ligeras y caprichosas, por eso ella había insistido en que él trajera el paraguas mientras que ella cargaba con el ramo.
La capilla estaba más cerca. Desde allí alcanzaba a observar el altar, ya no faltaba mucho. Disminuyó el paso para posponer un momento más lo inevitable. Estrechó el brazo de él con tanta fuerza como le fue posible.
Faltando un par de metros para llegar a la capilla la novia se detuvo, soltó su brazo y se colocó frente a él. Le beso los labios en una completa entrega, aquel beso que significa una completa renuncia a todo lo conocido y establecido. Un segundo. Una eternidad. Un momento que dura para siempre.
Nos vemos mañana – dijo ella. El novio abrió la sombrilla y alzo en vuelo. Ella lo observó hasta que se perdió entre las nubes bajas. Comenzó a chispear. Las finas gotas de agua escondían sus lágrimas, y robaban el recuerdo del cuerpo caliente que hasta hace unos momentos la acompañaba. Empapada y titiritando de frio recorrió el último trecho a la capilla donde puso flores en la cripta de la familia.
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